El reto para Norteamérica en la Era post Trump

Ene. 8,

Las circunstancias domésticas en las que termina su mandato el régimen de Donald Trump en medio de una aguda pandemia, profunda crisis económica, y caos político desbordado al extremo del atentado fallido contra el Capitolio con turbas leales al empecinado presidente reflejan en su conjunto la extrema desigualdad y polarización social/étnica en el país y el derrumbe de su contrato social y su gobernabilidad democrática.

Podríamos decir que Estados Unidos pasa por su peor crisis desde su guerra civil hace siglo y medio.

Se le combinaron en el 2020 todas las contradicciones acumuladas por décadas, entre las que resaltan las consecuencias de privatizar y recortar sus sistemas de salud públicas al grado de dejarlos indefensos ante la pandemia; la inexorable fuga de sus plataformas de producción de sus principales industrias y la automatización de las restantes, drásticamente reduciendo el empleo seguro y bien remunerado, pauperizando y arrojando a las calles a millones; la búsqueda, sin éxito, de una ideología conservadora capaz de sustituir a la cada vez más deslegitimizada ideología liberal, que tanto le funcionó doméstica e internacionalmente a Estados Unidos en los tiempos de su hegemonía global aunque condujo a desastres militaristas de la era de Bush II y al caos político y extremismo ultraderechista en Washington entre los republicanos desde los tiempos de Obama (Tea Party).

Y, por supuesto, con Trump.

Donald Trump exacerbó hasta sus límites todas las tendencias mencionadas. Hacia el exterior, Estados Unidos se replegó y amuralló, tanto geopolíticamente como económicamente. Cedió el liderazgo internacional a otras potencias (China sobre todo) e intentó revertir lo que se avanzó en el periodo de Obama en las relaciones con Latinoamérica, retomando múltiples agresiones contra Cuba y Venezuela, solapando regímenes golpistas como Jair Bolsonaro en Brasil y Jeanine Áñez en Bolivia.

Pero, principalmente desatendió la región como prioridad – salvo en el tema de la migración regional irregular hacia EE.UU., donde sometió a los países vecinos a adoptar y extender todas sus crueles políticas anti-migrantes y anti-refugiados.

Al interior, se polarizó al país en campos opuestos étnico-raciales; el partido republicano pasó a ser un partido abiertamente blanco supremacista, ultra-xenófobo, y antidemocrático, encubriendo y solapando a Trump en todas sus actividades ilegales y anticonstitucionales, y auspiciando un culto neofascista alrededor de su figura – que ahora se ha vuelto un bloque social de 40 a 50 millones de estadounidenses anglosajones dispuestos a abolir la democracia y libertades para preservar o recobrar sus privilegios raciales e imponer sus fanatismos religiosos.

La pandemia arribó como un gran espejo en el 2020 para mostrar al país cómo era en realidad: disfuncional política y médicamente para enfrentar el gran reto, exhibiendo su racismo sistémico en todas sus dimensiones, incluyendo los terribles sobrecostos económicos, médicos, y sociales asumidos por las comunidades de color y migrantes.

Y esos costos continuarán hasta muy entrado el 2021. Estados Unidos continuará cojeando mientras otros países se recuperan, demostrando con rudeza y crueldad los límites de “la magia del mercado”.

Peor aun, el país quedó más dividido que nunca después de las elecciones del 2020. Se bota a Trump del poder, pero queda más arraigado que nunca el intransigente y anti-democrático trumpismo republicano, tanto en el Congreso como en la Suprema Corte y muchas gubernaturas y legislaciones estatales.

Los monopolios productivos, mediáticos, y los basados en el internet siguen acumulando riqueza y poder; la economía sigue favoreciendo a la alta oligarquía financiera y empresarial, exacerbando la desigualdad social y el descontento y la lucha de clases y la lucha interracial siguen alimentado principalmente a la ultraderecha y su proyecto neofascista.

Biden y su régimen neoliberal siguen acorralados, aun cuando recuperaron ambas cámaras del Congreso con un pequeñísimo margen, sin otro proyecto que regresar al periodo de los buenos modales y busca de consensos con los reaccionarios republicanos, que no funcionó en el periodo de Obama/Biden, pero opuesto a todo proyecto de izquierda viable, combativo y audaz, como propone el ala progresista del partido demócrata, capaz de proveer soluciones a fondo para enfrentar todos los retos, entre ellos derrotar al trumpismo enardecido antes que retome el poder y termine destruyendo la democracia estadounidense.

De modo que, dejadas las élites a su arbitrio y perdidos en su laberinto sin salida, sin la poderosa intervención de un pueblo organizado en torno a una nueva agenda radical de cambios sistémicos y profundos, EE.UU. seguirá dando tumbos, quizás hacia el precipicio.

Entonces, de no haber “buenas relaciones” con un país se está desquebrajando en su orden político, como EE.UU, llegó la hora de enfrentar ese hecho y asumir una postura independiente y unida en América Latina.

Desde el 2015, América del Sur también ha pasado por severas convulsiones económicas, sociales y políticas, exacerbadas por la pandemia este año que terminó. Su gran experimento bolivariano integracionista post-neoliberal de principios de siglo se desmoronó, pasando países como Brasil, Argentina, Chile, y Ecuador de ser bastiones de cambios sistémicos y unificación continental a exhibir regímenes derechistas realineados con el neoliberalismo en el caso de Brasil, un neofascismo reflejo del trumpista estadounidense.

México y Centroamérica, que de por sí nunca se unieron a la “Marea Rosada” de los regímenes de Chávez, los Krichner, Mujica, Bachelet, Correa, y Morales, quedaron aislados del resto del continente, firmemente sujetos a la esfera de influencia de los Estados Unidos bajo todos los regímenes neoliberales – tanto demócratas como republicanos -, y a final de cuentas rehenes completos – inclusive el tardío caso del régimen de centro-izquierda de López Obrador – del trumpismo desbocado que surgió en el 2017 y pronto los amenazó.

El caso de Bolivia es sui generis – tanto en la manera como fue sacado del poder Evo Morales en el 2019 y cómo regresó su partido al poder en el 2020.

Ya se recuperó Argentina también, pero Venezuela está en profunda crisis y hoy por hoy, no hay un proyecto viable en América del Sur que pueda volver a despegar como en el 2000. Pero eso puede y debe cambiar. La consigna debe volver al camino trazado a principios del siglo: la integración autónoma de América Latina, de cara al mundo pero emancipada por fin de la hegemonía estadounidense.

Por último, está el contexto mundial que hay que tomar en cuenta, el cual es cada vez más complejo, volátil, y peligroso.

En la notoria ausencia del liderazgo estadounidense, sumido en su crisis, la gobernabilidad del mundo se asemeja a la del periodo “inter-guerra” después de la Primera y antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando se desplomó el “consenso de Londres”, el orden geopolítico y la economía mundo euro-imperialistas.

La Gran Depresión, el armamentismo, los conflictos locales y regionales, el fracaso de la Liga de las Naciones, etc., todo ello orilló al mundo a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, resuelta a bombazos. Hoy el mundo no podría sobrevivir una guerra termonuclear. Pero las tensiones crecen y los problemas sistémicos no encuentran soluciones sistémicas. Cunde el caos.

Hay dos grandes ejes en la lucha actual y a mediano plazo por un mundo post-capitalista. El primero, geopolítico y que se enfila hacia el precipicio si no surgen nuevos esquemas de gobernabilidad y economía mundial, es la creciente rivalidad entre los Estados Unidos y China. El otro, que no analizaremos, es social y ecológico: la gran lucha por un nuevo contrato social global y la preservación del planeta – algo que involucra a la humanidad entera y cruza por modelos de sociabilidad y sustentabilidad en nuestro continente, pero que dejaremos para otro ensayo.

El juego geopolítico de las últimas tres décadas, desde que acabó la Guerra Fría y se desplomó la Unión Soviética, ha sido quién acordona y acorrala a quién – los gringos a China, uniendo militar y económicamente al “mundo pan-Europeo” que incluye Europa, Rusia, Canadá, Australia, y Japón (“Blancos Honorarios”); o los chinos a los Estados Unidos, vía su ambicioso proyecto Franja y la Ruta (en inglés: Belt and Road Initiative – BRI) – que hegemoniza gran parte de Asia, África, y penetra a Europa, se alía a Rusia, y alcanza a América Latina.

El ascenso de China a la Organización Mundial de Comercio en el 2001, bajo los auspicios previos de un presidente Clinton que buscaba expandir el capital estadounidense y financiarse su deuda gigante, y de paso integrar a China al “Consenso de Washington”, solo ayudó a China para lanzarse a la economía-mundo bajo sus propios criterios estratégicos, sin sacrificar su soberanía económica, y crecer su economía al ritmo sostenido más alto y prolongado del mundo, convirtiéndose en una década en “el Taller del Mundo.”

Cuando Bush II se lanzó en sus muy costosas y desastrosas aventuras militaristas (algo que empezó su padre) en las arenas de Iraq y Afganistán para hacerse de las reservas mundiales del petróleo y poner sobre aviso a los chinos, rusos, y europeos de quién manda en el mundo (y otros menos poderosos pero “desobedientes”, como el régimen libio de Gaddafi, el sirio de Assad, y hasta amedrentar a la Cuba y Venezuela socialistas), los triunfadores indiscutibles fueron los Chinos y sus socios principales en el Este de Asia, que sin gastar un centavo en guerras, siguieron beneficiándose de las inyecciones mayúsculas de dólares en Asia Central.

Para cuando entró Obama a la Casa Blanca, en medio de su peor crisis financiera y endeudado más que ningún otro país de mundo, los Chinos ya estaban forjando alianzas con los poderes intermedios del mundo – los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, y Sudáfrica) -, y se habían convertido en el segundo superpoder económico, volviéndose en el principal inversionista de África y Sudamérica.

México, Canadá, el Caribe, y Centroamérica – Norteamérica – es todo lo que le quedaba a EE.UU., y su debilitada alianza estratégica con la Gran Bretaña (en choque creciente con la Unión Europea).

Toda la estrategia de Obama se puede resumir en el intento – fallido – de (a) abandonar el proyecto imperial fallido y costoso de Bush, pero sin bajar la guardia estratégica de supremacía militar, y (b) acordonar y frenar económicamente el espectacular ascenso de los chinos con dos pactos transoceánicos: el TTP (TransPacific Partnership) – un pacto con 12 países de la cuenca del Pacífico, incluyendo países asiáticos y latinoamericanos – y el TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) – un pacto entre los Estados Unidos y la Unión Europea.

Hacia América Latina, su política exterior fue inteligente y defensiva: re-normalizar relaciones con Cuba (bajo amenaza de que la OEA se desplomara) y adoptar una actitud laissez faire hacia la Marea Rosada, mientras lidiaba con peces más gordos. El fruto de esta época, aún vigente, es la CELAC – la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, que contiene a todos los estados de América Latina y el Caribe, inclusive Cuba, y excluye a los Estados Unidos y Canadá.

Pero Obama, lo mismo que antes Clinton, no pudo cerrarle el paso a China con estrategias de contención económicas, ni revertir su gran avance con posibilidades reales a convertir en el mediano plazo al Este de Asia en el epicentro de la economía mundial.

De ahí que Trump, aconsejado por neomercantilistas y aislacionistas, abandonara todas las proyectos y pactos de Obama y adoptara una estrategia incoherente y desesperada de encerrarse en sí mismo: guerras de tarifas contra todos – incluyendo los vecinos, los europeos, los chinos, sanciones económicas a los rusos.

También intentó cancelar todo tratado militar estratégico – incluyendo salirse del recién firmado tratado multilateral con Irán, los grandes tratados nucleares con Rusia, e inclusive la alianza militar con Europa (OTAN).

Abandonó todo foro y pacto internacional (ONU, WHO, el Pacto Climático de París, los pactos migratorios nuevos). Estados Unidos se volvió una fortaleza cerrada en sí misma, y “cañón suelto” en cuanto a gobernabilidad mundial, amenazando disparar en cualquier momento contra cualquier blanco.

Su única política exterior coherente fue apoyar incondicionalmente la agenda máxima anexionista de Israel y aliarse con los regímenes autoritarios árabes.

No por nada el régimen de AMLO en México, ante las volátiles amenazas de Trump, decidió “nadar de muertito” y darle todo lo que exigía vis-a-vis los migrantes y un renovado TLCAN/T-MEC, para esquivar los zarpazos. Los esquivó, pero sacrificando a los migrantes mexicanos y centroamericanos a sus furiosos ataques, y también al explotado pueblo mexicano trabajador, que justificadamente esperaba un cambio de modelo económico más audaz y beneficioso.

También pagó un alto precio geopolítico – de quedar ante los ojos del mundo sometido y avasallado por Estados Unidos, algo que venía desde los sexenios neoliberales y no pudo – ni siquiera intentó – desafiar el gobierno de la 4T. La diáspora mexicana quedó abandonada de nuevo. Y terminó AMLO convertido en accesorio electoral de Trump, que de nada le sirvió.

Ahora regresa Biden al poder, acólito del neoliberalismo desde el tiempo de Reagan, con poderosos y afilados dientes militares, siempre listos para intervenir en pos de sus intereses estratégicos, aliado de Clinton, Bush II, y Obama en sus respectivos intentos por contener a China y restaurar la hegemonía estadounidense. Ya declararon sus principales lugartenientes que volverán a tratar de acordonar a China – pero con los aliados de antes, no unilateralmente y sin ton ni son, como lo hizo el inepto de Trump.

Pero, ¡suerte con eso! La Unión Europea y China acaban de firmar un flamante nuevo tratado comercial que deja fuera a los Estados Unidos. El cerco pan-europeo quedó hecho tiras. Peor aún, los Estados Unidos, de por sí sobre-endeudado antes de la pandemia, está sufriendo una tremenda contracción económica; mientras que los chinos contuvieron la pandemia, ya se repusieron, y volvieron a crecer desde el segundo cuarto del año. Y EE.UU. acaba de ver a su socio estratégico en Europa, La Gran Bretaña, salirse de la Unión Europea, en un paroxismo de imperialismo nostálgico y trasnochado que lo hará descender más rápidamente a la irrelevancia económica y geopolítica.

O sea, Estados Unidos en el panorama internacional actual, en el mejor de los casos, está aislado; y domésticamente, sigue convulsionado política, económica, y socialmente. Eso no va a cambiar ni en el corto plazo con Biden, que no representa ningún cambio al estatus quo, ni en el mediano plazo, con la ultraderecha a la ofensiva. Seguirá perdiendo EE.UU. terreno económico y geopolítico en el Medio Oriente, en África, y en la Cuenca del Pacífico. En Estados Unidos se puede desatar la violencia social, la suspensión de libertades, y la represión de estado.

Lo que sí pudiera ocurrir, en estas condiciones intolerables para los estadounidenses – que hasta hace poco regían supremos en el mundo y no han querido enfrentar la realidad de que ya no son “El Número Uno” – es que Estados Unidos provoque un enfrentamiento con China.

También puede regresar el trumpismo al poder – con o sin Trump – en cuatro años, más revanchista y peligroso que nunca. Ojalá y no, pero en ausencia de cambios profundos estructurales, los liberales centristas como Biden le van a volver a allanar el camino a la ultraderecha, que por lo menos tiene propuesta extrema a su base: ¡la fuerza!

Hacia América Latina y el Caribe, el régimen de Biden pudiera por lo pronto – debiera – retomar la estrategia de Obama de desistir imponerse con doctrinas intervencionistas o estrangulamientos económicos hacia Cuba y los otros países que intenten regresar al proyecto bolivariano de integración continental post-neoliberal. Y ya no puede ser el que más se beneficia de la relación más justa y balanceada.

El problema para EE.UU. no es tanto geopolítico sino económico: ya Estados Unidos, en el estado en que está y seguirá, no puede competir con el capital asiático y europeo; ni tampoco puede prevenir esquemas de integración económica latinoamericanas que no se subordinen a los cánones neoliberales de EE.UU.. El beneficio mayor es que por lo menos queda como socio importante en una zona en la que aún puede contribuir, si abandona sus sueños imperiales, a una prosperidad compartida y equitativa.

El gran reto para los países sudamericanos es por lo pronto retomar su proyecto de integración continental autónomo de principios de siglo, abierto al mundo – muy especialmente a las economías rivales a la estadounidense y socios en otros lados del mundo. Ya tiene a la CELAC y UNASUR como instituciones geopolíticas y económicas autónomas, y ya acumuló dos décadas de experiencia de cómo integrarse política y económicamente de manera viable, simétrica, balanceada, solidaria, y sustentable. Cuentan con todos los recursos naturales – solo falta re-establecer la unidad estratégica. ¿Tendrán la voluntad los regímenes nuevos? ¿Podrán?

Viendo hacia el norte de Nuestra América: Falta que México, Centroamérica, y el Caribe rompan el cordón umbilical que aun los mantiene atados al vecino acorazado neoliberal Potemkin al norte. Tarea nada fácil a corto plazo, pero con visión estratégica y apoyo social, es un proyecto realizable a mediano plazo. Pero hay que adoptar una visión también continental, más allá del parroquialismo nacionalista que tanto aqueja a estos países. Y de una vez hay que reconocer que ni siquiera Estados Unidos se puede componer “por dentro”, mucho menos los otros países de la región. Tiene que haber un proyecto de integración norteamericano también, más no impuesto por el neoliberalismo depredador de EE.UU.. Algo similar tiene que ocurrir en América del Norte similar a lo que pasó en Europa, una integración económicamente balanceada y justa, con un nuevo contrato social regional.

El problema dual reside, por un lado, en las mentes colonizadas y avasalladas en la que se encuentran las élites políticas y económicas mexicanas, centroamericanas y caribeñas (salvo Cuba), y la visión nacionalista cerrada entre las mismas fuerzas sociales contestatarias en esos países, que no ven ni siquiera a sus propias diásporas en EE.UU. como partícipes, aliados, y protagonistas en sus luchas, ni ellos en las de aquellos; por el otro, el nacionalismo chovinista e imperialista exacerbado de los estadounidenses – que se siguen creyendo designados por la “divina providencia” a guiar al mundo unilateralmente, y a sus vecinos, por tiempo indefinido, y siguen empecinados en resolver todos sus problemas a costa de los demás.

Para cambiar las cosas en la región de Norteamérica se va a requerir un gran levantamiento social desde abajo y a la izquierda, transnacional, transfronterizo, integrado y coordinado alrededor de un programa único de reivindicaciones sociales impostergables en toda la región – un nuevo contrato social extensivo a toda Norteamérica, que incluye al Caribe y Centroamérica, no solo Canadá, EE.UU., y México; que demande e implemente un programa de desarrollo integral para toda la región que sea justo, balanceado, equitativo, y sustentable, basado en prescripciones derivadas de una economía moral que beneficie a todos, no de los dogmas del neoliberalismo depredador de sus élites – unas imperialistas y otras colonizadas – que solo beneficia a los estratos más ricos en cada país y deja abandonadas y desportegidas a sus poblaciones.

En este nuevo proyecto revolucionario, simultáneamente económico y social, que es de lo que estamos hablando, juegan un papel estratégico las diásporas, los migrantes, refugiados, y transplantados en toda la región – tanto como agentes históricos de cambio en los EE.UU. y los países de origen, como sujetos capaces de generar y transmitir una visión capaz de integrar a toda la región. No nada más las élites pueden hacerlo – también los pueblos migrantes, y mejor.

O sea, tiene que surgir una rebelión social regional, desde abajo y a la izquierda, contra el sistema capitalista imperante y sus entramados institucionales, tanto nacionales como internacionales, capaz de confrontar y superar al corto y mediano plazo las profundas desigualdades y creciente caos. Empecemos con desobedecer y cambiar toda ley que atente contra los derechos sociales y humanos de los migrantes, de los trabajadores en todas las naciones de la región, de las comunidades indígenas y campesinas, todos los estratos sociales urbanos.

De esa manera Estados Unidos y sus vecinos en toda la región de Norteamérica podrán contribuir en la construcción del nuevo orden mundial post-capitalista que la humanidad y el planeta urgentemente requieren. Para eso tendrán los estadounidenses que aceptar el consorcio igualitario con todos los pueblos del mundo, y en particular de los pueblos de su región.

Y si no lo hacen, Estados Unidos va a seguir siendo el factor principal que engendra el caos mundial, y podría arrastrar al mundo a la peor hecatombe de la historia: el devastador cambio climático irreversible o la guerra nuclear.

Así de grande es el reto y la responsabilidad que recae sobre nuestros hombros, los que vivimos en esta región del mundo destinada a jugar un papel crucial en la historia del futuro inmediato, para bien o para mal. Así de grande debe ser entonces el compromiso de todos nosotros por elaborar la visión necesaria para reconstituirnos como región, como factor importante en construcción de un nuevo y mejor mundo.

Lo peor que nos puede pasar es no pensar con visión nueva y actuar sobre la totalidad del reto que enfrentamos, quedarnos con la miopía de siempre, y actuar cada quién por su cuenta, mientras avanzamos todos, paso a paso y sin entenderlo, hacia el abismo colectivo.

Mano a la obra, no hay un minuto que perder.

Ene. 8,